miércoles, 14 de noviembre de 2012

EL CURA OBRERO


EMILIANO RUIZ PARRA


Activista. Carlos Rodríguez muestra documentos sobre Pasta de Conchos, en una entrevista con El Siglo de Torreón en 2011.

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CARLOS RODRÍGUEZ RIVERA

El trabajo manual ayudó a rehacernos como sujetos y como jesuitas. Rompió nuestro orgullo (...) nos hizo más humildes y realistas ”. — CARLOS RODRÍGUEZ, Sacerdote


De reciente publicación, el libro “Ovejas Negras” presenta perfiles de obispos y sacerdotes católicos “rebeldes”, como Samuel Ruiz, Raúl Vera y Alejandro Solalinde. Entre ellos se encuentra un lagunero, el jesuita Carlos Rodríguez Rivera, reconocido por su lucha a favor de los derechos laborales. Con permiso del autor, reproducimos este capítulo.

La mano callosa lo envolvió como un guante de piedra, estrechando su mano suave de estudiante, apenas requerida para el fútil trabajo de pasar las páginas de los libros y empuñar el lápiz para escribir versos. Ese contacto de cuero endurecido contra su piel de seda -nada más que un saludo de buenos días, una impresión sensorial de unos cuantos segundos- provocó un escalofrío en su cuerpo y retumbó como un golpe de mar en su cabeza, desatando preguntas y reconstruyendo el curso entero de su vida.

Carlos Rodríguez Rivera, el hombre de las manos finas, era un alumno de 19 años del noviciado de la Compañía de Jesús, ubicado en Lomas de Polanco, una colonia industrial de Guadalajara a donde cientos de jóvenes acudían todas las mañanas a laborar en las fábricas y se cruzaban en el camino con los aspirantes a frailes durante las horas frías del amanecer. Carlos llama "interpelación" a ese apretón de manos, la primera que definiría su vocación obrera.

Desde 1991, Carlos Rodríguez era el coordinador del Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal), una organización especializada en la defensa y promoción de los derechos humanos laborales y, en esa calidad, el enlace de esas organizaciones obreras independientes con los pocos medios de comunicación que les prestaban algún interés. El Cereal era una oficina de asesoría política, defensa jurídica, solidaridad moral y formación para los trabajadores que quisieran luchar por mejores salarios y democracia sindical.

La inevitable pareja Carlos Gerardo Rodríguez Rivera nació en Torreón en 1959. Pudo haber elegido la vida aburguesada del sacerdote jesuita. Con su talento, habría sido enviado a cursar posgrados en Georgetown University, Washington, o en la Universidad Gregoriana de Roma, ambas pertenecientes a su congregación. Se habría graduado con honores y habría dedicado su existencia a la teología y a la literatura, adobada con viajes por el mundo y buenos vinos en su mesa.

Sin embargo, renunció a esa comodidad que le ofrecía su orden religiosa y optó por una cruz que lo condujo a la pobreza y el desempleo, al enfrentamiento con el Estado mexicano y sus más célebres caciques -Fidel Velázquez, Carlos Romero Deschamps, Napoleón Gómez Urrutia-, a la convivencia con la muerte de los mineros de carbón y, finalmente, a cohabitar con la derrota como una pareja inevitable: en cada movimiento, en cada huelga, en cada lucha.

Inédito en la Iglesia católica mexicana, Carlos Rodríguez -con otros cinco jesuitas- se convirtió en "cura obrero". Al mismo tiempo que se adentraba en la espiritualidad de Ignacio de Loyola -el fundador de los jesuitas en el siglo 16- fue trabajador manual durante siete años: chalán, pulidor, soldador y tornero, para luego profesionalizarse como un defensor de lo que la Organización Internacional del Trabajo denomina "derechos humanos laborales" y asesorar, dirigir y acompañar a proletarios manufactureros, petroleros disidentes, mineros esclavizados y cuantos trabajadores reclamaran mejores salarios y libertad sindical.
La Llamada

¿Y cómo había llegado ahí?

Carlos Rodríguez Rivera había estudiado en un colegio privado dirigido por sacerdotes jesuitas en su natal Torreón, el colegio Carlos Pereyra, o "La Pereyra", en donde transcurrieron sus años desde la primaria hasta la preparatoria. Su padre era contador de una empresa harinera y su madre una ama de casa con estudios de Derecho. De carácter serio y protector, desde pequeño Carlos se tomó en serio su papel del mayor de cuatro hermanos -así lo recuerda Óscar, su hermano-, aunque no carecía de aficiones: era portero y defensa en el equipo escolar de futbol y poseía un rasgo peculiar: le gustaba escribir.

Los Rodríguez Rivera, como el resto de los niños de La Pereyra, tenían la vida resuelta. Los padres jesuitas del colegio, sin embargo, se preocupaban por mostrarles la pobreza del país y darles un sentido social a su formación, como en 1968, cuando una inundación en la zona conurbada de Torreón afectó a las comunidades de la región. Los religiosos jesuitas alentaron a los alumnos y padres de familias a solidarizarse con los campesinos afectados, a quienes proveyeron de alimentos y con quienes instalaron talleres de producción de manufacturas artesanales mientras se recuperaban las tierras. Una de las más comprometidas fue Magdalena Rivera, lo que dejó una primera huella en sus hijos Carlos y Óscar.

Además, los jesuitas llevaban a la Sierra Tarahumara a los alumnos de La Pereyra -los hermanos Carlos y Óscar entre ellos- a que conocieran la pobreza del México indígena y trabajaran como voluntarios en la evangelización y sus diversos proyectos sociales. En la Tarahumara, Carlos Rodríguez sintió una llamada en la gracia -como la llama él mismo-, la vocación de convertirse en religioso jesuita. Al terminar la preparatoria, el 18 de agosto de 1978, ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús.

Su hermano Óscar lo habría de alcanzar un año después, también impactado por la experiencia en la Sierra Tarahumara, aunque Óscar se decantaría hacia el trabajo indígena hasta llegar a ser el superior de la misión jesuita en Bachajón, Chiapas, en las comunidades de lengua tzeltal en el sureste de México y zona de influencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Carlos y Óscar, entendieron sus ministerios religiosos como una inculturación. Óscar se insertó en la cultura indígena tzeltal, aprendió la lengua y se fue a vivir a Chiapas. Carlos se inculturó en el mundo obrero: a través de la proletarización aprendió su lenguaje y sus códigos y adoptó, hasta hoy, la vestimenta de un trabajador, con sus irremplazables botas mineras y su chamarra de mezclilla.

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